Peor que sentirse perdido es sentirse encontrado. Ahí donde todos saben donde está uno, y uno sin moverse, sin hacer muecas demás como esperando que le tomen la foto, la foto no, que lo retrate un pintor calvo con bigote, con ojos chiquitos y manos regordetas: quieto, no se mueva que no va a quedar bien. Antes, cuando tenía esa facilidad para sentirme perdido, también me sentía libre y reía a gusto, no por nervios. Es que era lindo sentirse un tal Jesús de 13 años, hijo de dios, vagando libre de los ojos del padre putativo y la madre virgen, era lindo andar perdido en el templo hablando y sorprendiendo a los maestros de la ley que preguntan cosas —quién sabe qué cosas— que no se le preguntan a un niño de 13 años, aunque este niño sea el hijo de dios, era lindo sentirse perdido así, en pleno uso del bendito albedrío. No era tan lindo estar y ser encontrado, regañado, vilipendiado y, por sobre todo, incomprendido, borrado y vuelto a encontrar ya con 33 y ya para matarlo —¡vaya guionista!—.
Ahora, precisamente ahora, por todo esto es que digo que peor que sentirse perdido es sentirse encontrado.
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