sábado, abril 24, 2010

Antipoético romance otorrinolaringológico

"¿Qué sentís?", me dijo.
Y yo que soy malo respondiendo cuando esa pregunta se refiera a la abstracción de las emociones, al saber que se refería a lo concreto de mi fisiología, me resultó de lo más fácil responder: "ganas toser".
"¿Cuándo sentís eso?", preguntó de nuevo, y casi riéndose.
A sabiendas que no había en la pregunta nada personal, respondí: "De reptente, a veces cuando piendo en toser, a veces cuando la garganta se seca o se me irrita"
"¿Hay flema?"
"No."
"¿Mocos?"
"No."
"mmmmmm veamos", y me vio por dentro, y no es una metáfora, con una luz y unos tubos que metió en mi nariz, mis oidos y mi garganta. ¡Y yo me ví por dentro también! Porque el tubito tenía una cámarita y todo se veía en un monitorcito. Feo es uno por dentro, por cierto (definitivamente la belleza está en el exterior).
"¿Tengo infección?", pregunté.
"No.", respondió.
"(No antibióticos que prohiban el alcohol)", pensé. "¿Entoncés qué?", repregunté.
"Tenés irritada la garganta, es reacción alérgica y además tenés cuadro sinusítico, y eso pueda que sea porque tenés el tabique nasal desviado... ¿Jugás algún deporte?".
Supuse que la pregunta apuntaba a la razón de la desviación de mi tabique y no a un repentino interés personal por mis hobbies. "Jugué basquebol en el colegio", le dije, no le iba a decir que era seleccionado porque ya era presumir. "Pero no recuerdo ningún golpe traumático", le dije.
Se rió. "Revisate eso porque te puede dar problemas, no es tan grave pero considerá arreglártelo", comentó.
"(Podría aprovechar para adelgazarme y respingarme la nariz)", pensé. "Si usted cree que es necesario, puedo ver", llegué a medio decirle.
Luego tomó su pluma y escribió y escribió y escribió en un idioma extraño: "Zyrtec, Avamys, Enantyum y Menaxol, Depo-Medrol y Flixotide", y me explicó claramente que solo era Diclohidrato de cetirizina, Furorato de Fluticasona, Dexketoprofeno y Acetilcisteína para tratar la alergia a largo plazo y la irritación que provocaba la tos, que mucha agua para soltar los mocos y que tomara la vida con calma por 10 días, los que dura el tratamieno, que dejara hecha la cita para verme al terminarlo, para ver como quedé.
Salí sintiéndome comprendido y con un papel con las palabras que aliviarían todo lo malo que mi cuerpo sentía.
Así deberían ser todos los males, menos poéticos y más fisiológicos, más curable. Digo yo.

jueves, abril 22, 2010

Dudas

Uno cree que los años van alejando las dudas existenciales, ese ¿ser o no ser? sobre lo que vamos siendo y lo que vamos haciendo, atormentándonos con aquello de que somos lo que hacemos. Mi punto es, dos puntos: me gusta lo que hago, pero no quiero ser lo que hago. Ahora bien, tengo la posibilidad de hacer más cosas que sí quiero ser, pero no las hago. Entonces otra duda, dos puntos: ¿soy el que creo que soy o ya soy otra cosa menos parecido a lo que quiero y más parecido a lo que hago? ¿Se vale tener estas dudas?

lunes, abril 05, 2010

Ese gato

Se llamó Mishtum -nombre que todo buen aprendiz de wanabe le pone a su gato-, era un cruce simpático entre angora y siamés. Blanco con bonitas grises y pelo corto pero esponjoso, ojos de gato y cola como el final de un látigo cansado. Creo que era hijo de un Rayo. Llegó el gato como parte de esas terapias postrauma en las que uno debe aprender a cuidar algo, a hacerse responsable de algo, supuestamente para darle sentido a la existencia propia. Llegó el gato y pronto nos identificamos, se supo mío y para mí, me supo suyo y para él. Pasaba sobre mí la mayor parte del tiempo, lo recuerdo en mis piernas mientras yo escribía en mi época más compulsiva, lo recuerdo lanzándose sobre mis dedos mientras yo tecleaba porque pensaba que aquello era un juego con él, recuerdo su peso sobre mi espalda cuando me despertaba, lo recuerdo maullándome en tono de reclamo cuando volvía de un día completo de ausencia, lo recuerdo distanciado cuando empecé a salir más de casa, recuerdo la primera noche que no llegó a dormir conmigo, y como volvió después con tremendos arañazos cerca de sus orejas, recuerdo cuando le tuvo miedo a los sobrinos invasores, lo recuerdo indiferente para siempre a mi regreso de un largo viaje, recuerdo como no volvió a sentarse en mis piernas, ni a dormir en mi espalda, ni a ponerme en el centro de su existencia. Recuerdo como decidió vivir en los techos, recuerdo como un día no volvió más. La terapia de alguna manera funcionó, no precisamente en el sentido deseado, pero lo cierto es que desde entonces empecé buscar en todos ese gato que llevan dentro.

viernes, abril 02, 2010

Siete puñales

Había una vez, en su lejana infancia, este que les escribe fue un devoto. Cuando era un niño que apenas sabía verdades, además de ser un niño propenso a conmoverse por escenas como las de la Semana Santa. Yo jugaba a la Semana Santa durante todo el año, me sabía todo el guión; dirigía y protagonizaba varias escenas de Semana Santa con elencos formados por mis primas y amigos. También montaba misas recitando todo el ritual de memoria, incluso una vez oficié la misa de cuerpo presente de Chico, mi perico, que amaneció muerto una mañana y tuvo su entierro en una caja de zapatos al pie del árbol de granadas en el patio de mi abuela. También hice un novenario por Kaiser, mi pastor alemán que fue atropellado en mi presencia, hecho que me mantuvo teniendo febriles pesadillas por varias noches, cosa que asustó a mi madre de sobremanera, a tal grado que desmontó el altar del novenario canino y no dejó que siguiera encomendando la memoria del animal, porque según el cura eso lindaba con la herejía, ante lo cual yo respondía que Kaiser había sido bañado de agua bendita el sábado de gloria, como mandaba la tradición católica, y que por tanto, era una criatura del señor. Pero mis tempranas disertaciones teológicas no tuvieron mucho peso frente al miedo de mi madre de estar criando un hijo más delirante que santo varón.
Mi papá sí era uno de los Santos Varones, la cofradía responsable de la escena de la crucifixión y el descendimiento. No entendía yo por qué si eran tan santos aquellos varones eran quienes clavaban al nazareno con tanta rabia, y luego lo bajaban ya muerto poniendo cara de arrepentidos.
Ah, y el nazareno era también motivo de mi curiosidad extrema. Resultaba que el que ponían en la cárcel y sacaban en la procesión del silencio y el vía crucis era altísimo, y la verdad siempre lo recuerdo como una pieza de imaginería excepcional, una expresión facial extremadamente realista y sus ojos de vidrio de verdad que miraban, y qué decir de la sangre que goteaba desde su frente. Las dudas me asaltaban al ver que al llegar al calvario después del recorrido del vía crucis, lo entraban al templo y al salir de nuevo para subirlo y clavarlo en la cruz era mucho más pequeño. Mi tía Pilan, que siempre estaba ahí no solo para responder mis dudas, sino para proteger mi fe, me dijo una vez que lo que sucedía era que en el camino, como era tan sacrificado, se desgastaba un montón y se iba haciendo chiquito. Yo, como siempre, le creía, pero llegó el día que, con una especie de pase VIP para el backstage, entré al salón donde las solteronas del pueblo vestían a los santos, y vi que el alto nazareno no tenía pies, la forma humana de su cuerpo empezaba arriba de la cintura, y hacia abajo era una estructura de madera, como un banco, que siempre estaba cubierto por sus vestidos de tafetán. Al ver eso corrí donde mi tía Pilan a contarle la verdad, porque jamás se me cruzó por la mente que me mintiera, sino más bien que ella, equivocadamente, creía lo que me decía. Ella hizo cara de soprendida y luego me llevó a una urna de cristal en uno de los altares laterales de la iglesia, en donde estaba el cristo, es decir, el chiquito muerto de la cruz, y me dijo que entonces seguramente eran dos diferentes, porque el otro era muy grande para caber en esa urna. Me pareció razonabale aquella nueva explicación y quedé satisfecho de haber desentrañado, en complicidad con mi Tía Pilan, uno de los grandes misterios de la iglesia.
Creo que por influencias de mi madre, que donaba vestidos para los santos, y del santo varón de mi padre, cuando ya tenía 10 años me convocaron, sin audición previa, a ser parte de elenco de las escenas vivas que se montaban durante la Semana Santa del pueblo. Una era la noche del martes, en el monte de los olivos, yo era uno de los apóstoles, Juan (al año siguiente fui Pedro, porque no iba a aceptar ningún papel secundario). Esa escena consistía en dormir tirados en el decorado que simulaba un bosque y que tenía en el centro una gran piedra de papel donde el cura se hincaba a rezar. No decíamos nada, solo nos acomodaban en el suelo y nos decían que nos durmiéramos. Y como se hacía durante la noche y toda la madrugaba, la actuación de todos era sumamente natural. Tan así que yo despertaba en mi cama y ya sin mi túnica de tafetán y en pijamas, pero aún con la barba y el bigote de tile. La otra escena viva era el jueves por la mañana, el lavatorio de los pies, que era cuando el cura, en la iglesia, nos lavaba los pies a los apóstoles. Lavar es mucho decir, el cura apenas pasaba una esponja mojada por el empeine y ya. La que me lavaba los pies con verdadera pasión antes de la función era mi mamá, que con un paste nuevo me restregaba tan fuerte que yo me debatía entre la queja lloriquera y la risa cosquillera, todo para que el cura no se ofendiera tocando unos pies costrosos o mal olientes. Me ponía calcetines y sandalias, luego mi túnica de tafetán y mi barba de tile. Al llegar a la iglesia me quitaba los calcetines y me llevaban a sentarme a una de las bancas del presbiterio donde escuchaba adormitado toda la misa, y escuchaba en qué consistía la ceremonia de lavarle los pies a los apótoles y su significado. Al final, dos horas después, llegaba el cura, un jesuita regañón, con su acólito, con una bandeja con agua y la esponjita, se hincaba y nos pasaba suavecito la esponjita por el pie, y que nervios sentía cuando llegaba mi turno, no me fuera a dar cosquilla, o no se soltara algún olor desagradable a pesar de los esmeros maternos. Pero todo salía bien. Y ahí terminaba mi participación, el resto de escenas las preferían hacer con imágenes de madera subidas en andas que cargaban los que se habían anotado para pagar penitencias.
Las procesiones siempre me resultaron muy emotivas, las coreografías de los santos de madera sobre las andas, los motetes que rasgaban las gargantas de las cantoras y los oídos de los escuchas.
Había una procesión que me impresionaba especialmente, la Procesión del Silencio, el jueves por la noche, en la que el nazareno iba encadenado, de blanco y muy iluminado, y que solo lo acompañaban hombres con velas que cantaban por intervalos con voces graves que sonaban trágicas mientras sonaban cadenas que golpeaban contra el empedrado. Al final de la procesión sonaban los tambores solemnes de la banda de guerra de la escuela,  la cual era dirigida por mi Tía Pilan, y ella, por su papel, era una de las únicas cinco mujeres de carne y hueso en la procesión, y se cuidaba de no ser notada. Yo me iba cerca de ella un par de cuadras luego de pasar frente a mi casa, depués me regresaba porque el recorrido entero no me apetecía, y solo me iba a la esquina de la calle de subida, porque lo que me gustaba era verla pasar. Atrás también iba una mujer de madera subida en andas cargadas por las otras cuatro mujeres de carne y hueso. La mujer de madera era la imagen que más me conmovía, y aún ahora que la recuerdo me parece de las más desgarradoras, ejemplo máximo de sadismo católico. Era la imagen de La Dolorosa, la virgen María con su cara compungida y una lágrima en cada mejilla, vestida de negro, y con siete puñales clavados en su corazón. Los siete puñales eran siete puñales de verdad, no eran una evocación, sino una metáfora visual tan cruel como impresionante. No bastaba con uno, dos o tres, tenían que ser siete puñales, porque como dice el motete: "Madre con siete puñales, /Virgen con siete dolores/ haz que tus ojos de flores / laven mis culpas mortales". Aquella imagen provocaba en mi verdadera pasión, piedad, pero sobre todo culpa, porque claro, me pasaban diciendo que todas aquellas atrocidades pasaron por mis pecados, cosa que me tocaba aceptar como dogma porque no entendía qué culpa tenía yo si hace dos mil años yo no había nacido.
La Dolorosa salía de nuevo el sábado por la noche en la llamada pocesión de Dolores, coreografiada y musicalizada para que pareciera el andar tambaleante y desconsolado de una madre adolorida más allá de todo extremo humano, ahí solo iban mujeres cantanto los motetes más trágicos. Yo la contemplaba atónito al pasar frente a mi casa, luego me iba a cada esquina a verla pasar. Mis ojos se mantenían fijos en los siete puñales y el cuerpo se me revolvía inexplicablemente. Era una escena fascinantemente dolorosa, era la sensación que me quedaba siempre, ni la resurrección me la quitaba de la mente, incluso en navidad veía a la virgen del precario nacimiento pensando en que cuatro meses después otra vez, inevitablemente, siete puñales se le clavarían en el corazón.

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