“La vida está en otra parte”, de Milan Kundera, la leí durante un viaje a México, quizá en 1997 o 1998, no estoy seguro, y no tengo el libro a la mano para ver la fecha de lectura que siempre anoto en los libros que leo. Ahora mismo estoy en un avión, iniciando un corto viaje, es de noche, y hay ganas de oscuridad y silencio. Siempre que viajo me acuerdo de ese libro, no porque trate de viajes, sino porque cuando lo leí descubrí que existía el perfecto libro de viaje.
En aquellos años yo era un viajero compulsivo, iba y venía de un lugar a otro, a veces de un país a otro. Tuve la suerte de encontrar siempre algún medio para viajar, por visitas familiares, por trabajo, por estudios, por cariño de otros, y solo algunas veces viajaba con mis propios recursos. Un amigo muy cercano por aquellos días solía cuestionarme insistentemente muchos aspectos de mi vida, y en uno de aquellos emplazamientos se dedicó a cuestionar mis razones para viajar, y para mí viajar no necesitaba razones: todo el mundo quiere viajar. Él aseguraba que mi caso no era un caso genérico, que yo viajaba para huir, que él detectaba en mi entusiasmo por los viajes una atisbo de esperanza de encontrar en algún viaje algo que me urgía encontrar. De muchas maneras tenía razón este buen amigo, yo viajaba buscando demasiado: la vida, esa vida contundente y bien ponderada cuya idea no se ajustaba a la vida que yo vivía. Y fue justo antes de emprender un viaje luego de esta discusión que llegó a la librería donde yo trabajaba “La vida está en otra parte”, y el título me atrapó, y yo llevaba un par de años devorando a Kundera, como muchos de mi generación. Ya me había leído “La insoportable levedad del ser”, el momento cumbre, luego “La inmortalidad”, que no fue tan memorable, pero me di otro chance con “El libro de los amores ridículos”, que lo disfruté –¿cómo no?-, descansé con “La lentitud”, luego fue que apareció oportuno y seductor el título ya mencionado.
Este libro cuenta la historia de un poeta, solo eso. Su infancia, adolescencia y adultez temprana, sin más hechos que los que corresponden a un poeta: delirios, fundación del ego, algún grado de locura, su tragedia existencial y esas ganas de buscar la vida. No sé bien si este libro le pueda parecer tan bueno a alguien que no sea poeta, o si, en su defecto, a otros poetas les parecerá al menos interesante. Lo cierto es que a mí me dio ese vínculo con el mundo que andaba buscando.
De ese viaje no recuerdo nada más trascendental que esa lectura, y es difícil explicar por qué sin que suene pretensioso. Lo más importante fue que aprendí a aceptarme poeta, a reconocerme como tal, fue la primera de muchas aceptaciones vitales que vinieron con los años.
Es que ser poeta no era condición fácil de asumir para mí, yo quería ser científico, matemático, un hombre de datos exactos, no me gustaba la idea de escribir poemas y conmover a la gente, quería hacer cosas útiles e importantes. Pero no había podido evitar a la poesía, y es esos años que aquí evoco, pasaba por mi época más frenética de producción poética, y era, a veces, insoportable. Quienes me conocieron saben de qué hablo cuando digo insoportable.
Entonces Kundera llenó ese libro de frases que no sé que efecto me producirían en mis actuales circunstancias, pero en su momentos fueron un viaje intenso, y en cada viaje que hago repaso las sensaciones y la emoción de viajar solo para buscar, después de haber descubierto que es la búsqueda la que se disfruta, porque la vida siempre está en otra parte.
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