Tengo a mi lado, mientras escribo esto, un ejemplar de la 42.ª edición de Editorial Sudamericana de “Cien anos de soledad”, la gran novela de Gabriel García Márquez.
Esta edición fue impresa en buenos aires el año que yo nací, en 1974, y la descubrí en el pecho de mi papá cuando yo tenía 12 años, era 1986. En ese entonces mi papá vivía solo en el pueblo donde él, yo, mis hermanos y hermanas nacimos, en Guadalupe, San Vicente, en una esquina del Valle de Jiboa, al pie del volcán Chinchontepec.
A finales de 1984, la guerra golpeaba fuerte y las amenazas de ambos bandos comprometían gravemente nuestra seguridad. Ya mis hermanos mayores estudiaban y vivían en la capital, solo los dos hijos menores quedábamos en Guadalupe con mi papá y mi mamá. El 28 de diciembre de ese año mi hermana y yo fuimos notificados que en una semana nos mudábamos a la capital también, que mi mamá se nos uniría un poco después. Si yo hubiera sabido que era día de los inocentes hubiera pensado que era una broma cruel, pero no lo sabía y no era una broma.
Para no hacerle largo el post, mi papá se quedó en el pueblo viviendo solo, mi mamá se vino a San Salvador unos meses después que nosotros. El que más se resistió a la mudanza fui yo, que soy el hijo menor de 6 hermanos, y fui el más consentido por mi papá y por mi mamá, no quería separarme de ninguno, y luego la idea de que mi papá se quedara solo me afligía de manera especial, pero él debía seguir atendiendo los negocios y tierras de la familia para que nosotros pudiéramos vivir y estudiar cómodamente.
Los primeros años, cada viernes al salir de mis clases me iba directo a la Terminal de Oriente a tomar la ruta 501 para irme a Guadalupe, a estar con mi papá, mi abuela y mis amigos, y me regresaba en el último bus del domingo. Eso me duró lo que me duro el último tramo de infancia, y hasta que la adolescencia apareció con sus rebeldías y amarguras.
En una de esos fines de semana fue que descubrí “Cien años de soledad” en el pecho de mi papá. Recuerdo muy bien el cuarto de abobe con dos camas, las ventanas que daban a la calle las habían cerrado con más adobes porque podía entrar una bala perdida o dirigida. El cuarto era oscuro sin encender un foco, el techo de teja altísimo tenía una teja de vidrio por la que entraba un haz de luz perfecto lleno de partículas que cuestionaban mi concepto de vacío mientras atravesaba toda la habitación en la medida que, afuera, el sol se movía. El libro de pasta blanca con una trama de celdas azules con raros dibujos de soles, estrellas, calaveras, lunas, soles, campañas y gorros frígios llamó mi atención en las manos de mi papá que lo leía un par de minutos antes de quedarse dormido en su siesta de las tardes. Esa tarde yo intentaba dormir también una siesta, rara vez lo lograba. Cuando mi papá se quedó dormido con el libro en el pecho y los anteojos puestos, me acerqué a quitarle el libro y los anteojos, él medio despertó, me miró un poco asustado, y yo solo le dije que se quitara los anteojos, lo hizo y yo tomé el libro de su pecho. Luego me fui a mi cama a un lado y leí el título: “Cien años de soledad”, me estremecí por una inmensa tristeza.
Yo no sabía nada de esa novela, ni de su autor, ni del “boom”, ni del Nóbel, ni de literatura, ni nada de lo que ahora sé sobre esa novela. Pero el título me llenó de tristeza por mi papá, pensé en su soledad, y no tengo idea si él pensaba en su soledad con ese libro, tampoco supe como llegó ese libro a sus manos. Es probable que mi hermana mayo se lo haya dado porque tiene su nombre y el nombre del instituto donde cursó bachillerato. Tampoco supe si lo terminó de leer, aún está un separador en la página 155.
Yo la empecé a leer esa tarde, quizá buscando lo que mi papá sentía. Empecé y leí varias páginas. Hasta entonces yo no había leído una novela, solo leía cuentos y fábulas de “El libro de nuestros hijos”, una enciclopedia maravillosa de tres tomos muy gruesos que teníamos en la librera de la sala y llena del contenido más variado. La novela la leía cada fin de semana, siempre estaba en la mesa de noche de mi papá, pocas veces lo volví a ver con el libro en las manos o en el pecho.
Quizá tardé tres meses en terminarla, y solo al principio comenté con mi papá, que se confundía con los nombres, luego yo me adelanté y él no quería que le contara lo que seguía. Yo le conté cuando la terminé, y me dio que me esperara a que él la terminara. Sospechó que no la terminó. En ese entonces no entendí mucho de esa novela, la soledad no era la de mi papá me decía sin decírmelo, pero disfruté mucho leerla, y eso que yo era un enganchado a la televisión.
Aquel pueblo ya era un pueblo solo, lleno de gente mayor que siempre había estado a mi alrededor, gente muy distinta a la de la ciudad, con vidas e historias que a mí se me hacían cotidianas, pero que hoy, desde el tiempo, las veo dignas de contar en un libro o en varios. A lo mejor por eso, la novela de García Márquez no me perecía excesivamente mágica, ni ficción, salvo algunas cosas claro está, sin embargo, yo había oído, nunca visto, de cosas que pasaban o habían pasado en el pueblo tan mágicas como las del libro, y a veces más. Incluso llegué a contar alguna historia del libro cuando, por las noches los fines de semana, nos juntábamos a escuchar las historias que la Chayito nos contaba en la puerta con gradas de la casa de los Prieto. Y mis historias encajaban en las demás, sin que nadie sospechara que eran parte de un fenómeno literario que estaba alborotando al mundo entero.
Mi papá murió un día de paro al transporte impuesto por la guerrilla: el 5 de mayo, el quinto mes de 1988, a las 5:55 de la tarde en un hospital de la capital. Mi papá siempre compraba billetes de lotería que terminaban en 5, porque decía que era su número de suerte, las placas de los dos carros que teníamos terminaban en 5, y no sé que otras cosas justificaban su creencia. Lo cierto es que el 5 marco su muerte de manera casi mágica, pero sobre todo realista. Mi papá empezó a morir un mes antes en su soledad, en aquella casa que se derrumbó, junto con el pueblo entero, en aquel terremoto de febrero del 2001. Y eso que la realidad se escribe sola.
Unos años después me pidieron en el colegio leer “Cien años de soledad”, al principio dije “ya la leí”, pero las exigencias tan puntuales del control de lectura me hicieron volverla a leer, y fue otra experiencia con el mismo libro. Ya tenía otras herramientas para interpretarlo, y ya había leído otras novelas también, unas porque después de mi primer novela quedé con ganas de otras por iniciativa propia, y las demás por exigencias académicas. El año pasado estuve en Cartagena de Indias, en un taller de Crónicas periodísticas auspiciado por la fundación del Gabriel García Márquez, justo en medio de las celebraciones de sus 80 años, los 40 de “Cien años de soledad” y los 25 de haber recibido su Nóbel. Hubo todo tipo eventos, conferencias, homenajes y una edición conmemorativa de la Real Academia de la Lengua que me compré para releer el clásico y ver si terminaba de entenderlo ya con todo lo que había escuchado.
Entre la primera y la última vez que leí “Cien años de soledad” he leído cientos (ojala fueran miles) de novelas, cuentos, poemas, ensayos, textos periodísticos y académicos. No sé bien si ese momento en que tomé el libro del pecho de mi papá tuvo algo de mágico, lo cierto y real es que ahí empecé a ser el lector que soy, que es como decir el ser humano que soy. Y ahora escribo porque he leído, porque quizá un día logre hacer que usted lea sus propios años de soledad.
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* Por sugerencia de Elena lo transcribí mejor, pero para leerlo en el blog de LPG haga clic aquí.
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