"Sé feliz", me dijeron anoche —por escrito—, en imperativo y a modo de inocente e ingeniosa despedida nocturna, o sea, a modo de "buenas noches", luego de una agradable conversación. Bueno, dije ¿por qué no ser feliz?
Me dormí pensando en ser feliz. Es que es de esos imperativos que uno recibe, y que hasta dan ganas de hacer caso, y uno trata pues, pese a esa rebeldía cada vez más tardía que uno arrastra como sombra. Amanecí y quise ser un obediente feliz.
Pero no es tan fácil la cosa. Más cuando en el trabajo mi jefe me dice que tengo que ser más creativo ("docientos por ciento" me dijo que tenía que ser) y más concentrado (de eso, menos mal, solo me pidió el cien por ciento) y era para evitarme(le) errores de esos como las eres y las eses y las enes que tanto problema causan a quien vive del valor monetario de cada letra.
Con este regaño asolapado (con las mejores maneras posible la verdad) ya no podía yo dedicarme a ser feliz, ya tenía que dedicarme a ser más creativo y a concentrarme más, que la felicidad no paga cada quince días. Y hasta ahí llegó mi disposición a ser feliz. Al volver a mi casa, después de pasar al gimnasio por casi tres horas, me senté a leer a Mafalda y a Calvin y Hobbes, como cada vez que busco una manera audaz de ser infeliz. Solo espero que hoy nadie me mande a hacer cosas tan complicadas, y si lo hacen, espero haber fortalecido mi desobediencia existencial.
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