miércoles, diciembre 30, 2009

El Tesoro

Este es otro de mis dudosos recuerdos de infancia. El Tesoro. No hablo de mapas de piratas con líneas discontínuas hacia una equis en algún lado que indica un conjunto escondido de monedas o cosas preciosas, de cuyo dueño no queda memoria. Hablo de El Tesoro, la finquita de mi Tía Pilan, justo frente al puente de la Piedra Pacha, en la entrada del tristemente célebre pueblito de Guadalupe, en San Vicente, en el vulnerable país centroamericano que se hace llamar El Salvador. El Tesoro tenía una casita de bahareque, alta como son las casas que tienen tabancos, con techo de teja y piso de tierra. También había un árbol de Amate, grande, viejo, grueso, solitario y silencioso. Había también un abrevadero para vacas, una pilas donde tomaban agua unas vacas que mi papá tenía y que don Lencho pastoreaba y ordeñaba, las mismas vacas que la guerra sacrificó impunemente. En El Tesoro había un cafetalito con árboles de sombra, aguacates, zapotes, pepetos, paternas, zúnganos y alguno otro frutal de eso a los que siempre aspiré a subir, pero pocas veces me atreví, mi valor siempre ha sido intermitente y bipolar. Una vez pregunté porque se llamaba El Tesoro aquella finquita, y mi Tía Pilan, que era dueña de maravillosas respuestas, me contó que su nombre le fue puesto por la Historia, porque según contaban, el Amate mencionado y la casita habían sido los únicos testigos sobrevivientes de una correntada descomunal que a finales del siglo XIX arrasó con El Rincón Grande, un pueblito que yacía ingenuamente en la falda del Volcán Chichontepeq. Luego de tal catastrofe, el pueblo se trasladó, se ubicó exactamente apartir de esa finquita, a la que empezaron a llamar El Tesoro porque era el único recuerdo de aquel pueblito original y de su gente. Se pensaba ingénuamente que las correntadas no pasarían de El Tesoro y que al moverse a un costado de él estaban a salvo. El nuevo pueblo se llamó Guadalupe, porque decidideron ponerle patrona a la parroquia, y esta sería la representación mexicana de María, la virgen madre de Jesucirsto, según la tradición del santoral católico. Claro, mi Tía Pilan no es tan fría hablando de la Virgen de Guadalupe, pero yo me he hecho un poco descreído de un tiempo para acá. La cuestión es que, si son lectores detallistas, habrán notado que conjugo los verbos en pasado, y es así porque a El Tesoro se lo llevó la correntada recién pasada de principios del siglo XXI, esa del Ida, que bajó bajo la lluvia y tanta muerte y susto sembró por esos rincones olvidados de la previsión. El Tesoro de mi Tía Pilan es ahora una playa extraña sin aguas que lleguen a morirse en esas gruesas arenas que soportan peñones como de las ánimas. Quizá El Tesoro la tenía jurada desde finales del siglo XIX, quizá quedó ahí como aviso al futuro de que por ahí es el paso errático de la naturaleza sin dios que le dé piedad. El Tesoro de mi Tía Pilan es fue el principio y el final de un cuento largo, olvidadizo y fatal.

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