martes, marzo 14, 2006

Gardenias

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Punto. Temible cuando se trata del final. Y si es de la vida, quizá, sólo quizá, es peor. Pero, justo antes de ese están otros signos que me dan más miedo. Es que la vejez está llena de signos. Yo no quiero ser viejo. El pudor y la corrección política me hacen muecas: eso no se dice. Quizá ofenda a alguien, pero siempre he sabido que, en este caso particular, el peor ofendido es mi propio personaje de (pseudo)intelectual –tan formado y decorado él–. Pero teme ser el intelecto de un cuerpo viejo que funciona cada vez menos y que se ve cada vez peor. La vejez ha obsesionado mis pesadillas más frívolas. Qué le voy a hacer. Tal vez la sinceridad sea un buen sucedáneo de la culpa para lograr redención. No voy a describir mis temores ni los signos que los despiertan. La verdad, lo que quiero es hablar de Ibrahim Ferrer, un viejo que se murió hace algunas horas y que tenía la voz de la vejez. Una voz que me intrincaba en una de mis infinitas contradicciones: fascinación es la palabra clave. Él y los otros viejos que el juego frívolo de la fama los trajo a mí –pobre snob que a veces soy– en un disco revelador, Buena Vista Social Club. El son y el bolero cubano que abrió el siglo XX lo cerró. Cuando escuché esas canciones por primera vez y supe que ya las había escuchado en otra voz, así de fascinante, la de Margarita Quintanilla, mi "Tía Margo" para los allegados. Era mi tía, que también murió con más años de los que quiero para mí. Con ella vi el video (en VHS) de Buena Vista Social Club, y la vi ponerse sus gruesos lentes, ponerse la mano en la quijada e inclinarse para poner su prieto codo sobre su rodilla, mientras con la otra mano moldeaba instintivamente los carrizos de su pelo negro y apenas cano. De pronto cantaba con una voz intensa y temblorosa, y silvaba con un trémolo inimitable. Por ella fue supe del bolero, del son, del tango y del amargo encanto de la música que me hace recordar que no he vivido nada. Mi tía murió un día muy triste. Yo no quise ir al velorio. Ya nos habíamos despedido siete días antes, en su cama, ella de blanco y yo de azul. Me heredó su voz y sus cuentos. Por la loca manía de mi memoria, Ibrahim Ferrer fue desde entonces una voz vieja que me hacía sentir la vida como era, por tanto, con miedo. Lo escuchaba a veces para reconstruir mis horas con mi tía Margo, esas que tanto me dieron para escribir, para contar y para saber de la vejez sin vivirla. Si quieren fechas, obituarios, lugares y anécdotas sobre el sonero cubano, seguro los encuentra mejor en otro texto. Aquí solo hay dos voces muertas, dos miedos, dos lutos y dos gardenias. Ah, y un punto. 
[Publicado originalmente en www.elfaro.net el 08/08/2005]

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