domingo, agosto 17, 2008

Hay días tan pequeñitos

Hay días tan pequeñitos que se les pierden a los calendarios. A uno le toca andar preguntándole a los gatos, y en caso extremo a las ardillas –que son expertas en buscar y encontrar– para poder gastarse las pequeñitas horas que conforman esos días tan pequeñitos. Son días, además de pequeñitos, repletos de estampitas de colección, unas de colores sin nombre y otras con acordes para guitarras desafinadas. También hay ahí estampitas con fotografías de bodegones en los que posan desnudas las emociones unas encima de otras, de lado, de frente, de costado e iluminadas por la luz de aquella estrella que estaba allá ¿la ves?, no, esa no, aquella, sí, justo esa. La cuestión es que si uno, por fortuna de las plegarias de los otros –esas que se quedan flotando porque no llegaron a ninguna parte– dan con el camino violeta boreal que lleva a uno de esos días, entonces uno debe de darse por enterado de que la vida le está dando a uno pistas porque hay algo que debemos averiguar. Entonces ayuda mucho examinar detenidamente esos instante que lleva uno en la bolsa izquierda del pantalón, ahí, seguro, habrá otra pista que conduzca a la entrada misma del laberinto de paredes risueñas que se ríen de los perdidos. Uno debe de dejar las alas en la entrada y quitarse los zapatos para poder sentir los besos que los rojos labios de la alfombra dan en cada paso. Si uno mira hacia arriba cuando se ha andado lo suficiente, justo sobre nuestra cabeza, y justo debajo de aquella estrella, estará puntual un colibrí transparente recitando en colibriano los poemas del tiempo. Entonces uno sabe que tiene que desnudarse desde adentro y tenderse pacientemente sobre la hierba para escuchar hasta entender exactamente esos balbuceos felices que emanan en el parto de las palabras maravillosas. Ahí estuve yo, y fue entonces, solo luego de trescientas veintisiete horas, con trece minutos y en el segundo 59, que por fin se reveló contundente en mis oídos el secreto de la vida: escuché tu nombre.

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