miércoles, diciembre 31, 2008

El mundo en inglés (sin subtítulos)

Yo sé inglés, pero no sé hablar inglés ―Do you know what i mean―, entiendo e intuyo palabras y sentidos, quizá descifre un 95% del contenido de una frase corta, y un 60% de un párrafo, siempre y cuando esté escrito, si es oral me va mucho peor, pero de algo me entero. Resulta que soy tímido ―timidísimo― para hablar en otro idioma, pero soy bueno escuchando y observando, y escuchando y observando sobrevivo en un mundo en inglés. Es interesante darse cuenta de todo lo que uno puede ver cuando no está tratando de entender lo que la gente dice y se dedica a percibir todo lo que acompaña a las palabras ―lo paralingüístico, es decir, todo lo que comunica que no es verbal, es decir, "cualidades no verbales y modificadores de la voz y sonidos y silencios independientes con que apoyamos o contradecimos las estructuras verbales y kinésicas simultáneas o alternantes", según F. Poyatos― y que completa cualquier mensaje.
Me parece que no entener un idioma a cabalidad es lo más parecido a no tener un sentido, que hace que todos los demás se agudicen. Los tonos de voz, los gestos, la mirada, las manos, las muecas de la boca, la posición del cuerpo, el juego con el espacio, la intensidad de la risa, y todo se da al mismo tiempo y se combina de manera infinita y expresar algo tan distinto como específico. Es maravilloso el mundo en inglés, así sin subtítulos, porque uno se obliga y se permite entender a los demás como casi nunca, en su versión orginal, en el idioma más primigenio. Get it?

------------
Esto no es una excusa para no retomar mis clases de inglés.

sábado, diciembre 27, 2008

Fin de temporada (I)

Uno está lejos

Uno está cerca

Uno no sabe
donde empieza
la cercanía
si en el tiempo
o en el espacio
o en la imaginación
o en la vigilia
o en la siesta

Con la lejanía es más fácil
se siente con todo el cuerpo
y a pesar de todo el vacío
no caben las dudas

jueves, diciembre 25, 2008

Fugaz

¿Por qué será que a veces me resisto a contar lo maravilloso? Tal vez no sea resistencia, solo incapacidad. El dolor, la tristeza, nostalgia y la angustia siempre han tenido mayor facilidad de expresión conmigo, la alegría es tan fugaz, como las sonrisas, que simplemente la vivo. Si no escribo tanto es quizá que sonrío mucho.

martes, diciembre 23, 2008

Años de soledad *



Tengo a mi lado, mientras escribo esto, un ejemplar de la 42.ª edición de Editorial Sudamericana de “Cien anos de soledad”, la gran novela de Gabriel García Márquez.

Esta edición fue impresa en buenos aires el año que yo nací, en 1974, y la descubrí en el pecho de mi papá cuando yo tenía 12 años, era 1986. En ese entonces mi papá vivía solo en el pueblo donde él, yo, mis hermanos y hermanas nacimos, en Guadalupe, San Vicente, en una esquina del Valle de Jiboa, al pie del volcán Chinchontepec.
A finales de 1984, la guerra golpeaba fuerte y las amenazas de ambos bandos comprometían gravemente nuestra seguridad. Ya mis hermanos mayores estudiaban y vivían en la capital, solo los dos hijos menores quedábamos en Guadalupe con mi papá y mi mamá. El 28 de diciembre de ese año mi hermana y yo fuimos notificados que en una semana nos mudábamos a la capital también, que mi mamá se nos uniría un poco después. Si yo hubiera sabido que era día de los inocentes hubiera pensado que era una broma cruel, pero no lo sabía y no era una broma.
Para no hacerle largo el post, mi papá se quedó en el pueblo viviendo solo, mi mamá se vino a San Salvador unos meses después que nosotros. El que más se resistió a la mudanza fui yo, que soy el hijo menor de 6 hermanos, y fui el más consentido por mi papá y por mi mamá, no quería separarme de ninguno, y luego la idea de que mi papá se quedara solo me afligía de manera especial, pero él debía seguir atendiendo los negocios y tierras de la familia para que nosotros pudiéramos vivir y estudiar cómodamente.
Los primeros años, cada viernes al salir de mis clases me iba directo a la Terminal de Oriente a tomar la ruta 501 para irme a Guadalupe, a estar con mi papá, mi abuela y mis amigos, y me regresaba en el último bus del domingo. Eso me duró lo que me duro el último tramo de infancia, y hasta que la adolescencia apareció con sus rebeldías y amarguras.
En una de esos fines de semana fue que descubrí “Cien años de soledad” en el pecho de mi papá. Recuerdo muy bien el cuarto de abobe con dos camas, las ventanas que daban a la calle las habían cerrado con más adobes porque podía entrar una bala perdida o dirigida. El cuarto era oscuro sin encender un foco, el techo de teja altísimo tenía una teja de vidrio por la que entraba un haz de luz perfecto lleno de partículas que cuestionaban mi concepto de vacío mientras atravesaba toda la habitación en la medida que, afuera, el sol se movía. El libro de pasta blanca con una trama de celdas azules con raros dibujos de soles, estrellas, calaveras, lunas, soles, campañas y gorros frígios llamó mi atención en las manos de mi papá que lo leía un par de minutos antes de quedarse dormido en su siesta de las tardes. Esa tarde yo intentaba dormir también una siesta, rara vez lo lograba. Cuando mi papá se quedó dormido con el libro en el pecho y los anteojos puestos, me acerqué a quitarle el libro y los anteojos, él medio despertó, me miró un poco asustado, y yo solo le dije que se quitara los anteojos, lo hizo y yo tomé el libro de su pecho. Luego me fui a mi cama a un lado y leí el título: “Cien años de soledad”, me estremecí por una inmensa tristeza.
Yo no sabía nada de esa novela, ni de su autor, ni del “boom”, ni del Nóbel, ni de literatura, ni nada de lo que ahora sé sobre esa novela. Pero el título me llenó de tristeza por mi papá, pensé en su soledad, y no tengo idea si él pensaba en su soledad con ese libro, tampoco supe como llegó ese libro a sus manos. Es probable que mi hermana mayo se lo haya dado porque tiene su nombre y el nombre del instituto donde cursó bachillerato. Tampoco supe si lo terminó de leer, aún está un separador en la página 155.
Yo la empecé a leer esa tarde, quizá buscando lo que mi papá sentía. Empecé y leí varias páginas. Hasta entonces yo no había leído una novela, solo leía cuentos y fábulas de “El libro de nuestros hijos”, una enciclopedia maravillosa de tres tomos muy gruesos que teníamos en la librera de la sala y llena del contenido más variado. La novela la leía cada fin de semana, siempre estaba en la mesa de noche de mi papá, pocas veces lo volví a ver con el libro en las manos o en el pecho.
Quizá tardé tres meses en terminarla, y solo al principio comenté con mi papá, que se confundía con los nombres, luego yo me adelanté y él no quería que le contara lo que seguía. Yo le conté cuando la terminé, y me dio que me esperara a que él la terminara. Sospechó que no la terminó. En ese entonces no entendí mucho de esa novela, la soledad no era la de mi papá me decía sin decírmelo, pero disfruté mucho leerla, y eso que yo era un enganchado a la televisión.
Aquel pueblo ya era un pueblo solo, lleno de gente mayor que siempre había estado a mi alrededor, gente muy distinta a la de la ciudad, con vidas e historias que a mí se me hacían cotidianas, pero que hoy, desde el tiempo, las veo dignas de contar en un libro o en varios. A lo mejor por eso, la novela de García Márquez no me perecía excesivamente mágica, ni ficción, salvo algunas cosas claro está, sin embargo, yo había oído, nunca visto, de cosas que pasaban o habían pasado en el pueblo tan mágicas como las del libro, y a veces más. Incluso llegué a contar alguna historia del libro cuando, por las noches los fines de semana, nos juntábamos a escuchar las historias que la Chayito nos contaba en la puerta con gradas de la casa de los Prieto. Y mis historias encajaban en las demás, sin que nadie sospechara que eran parte de un fenómeno literario que estaba alborotando al mundo entero.
Mi papá murió un día de paro al transporte impuesto por la guerrilla: el 5 de mayo, el quinto mes de 1988, a las 5:55 de la tarde en un hospital de la capital. Mi papá siempre compraba billetes de lotería que terminaban en 5, porque decía que era su número de suerte, las placas de los dos carros que teníamos terminaban en 5, y no sé que otras cosas justificaban su creencia. Lo cierto es que el 5 marco su muerte de manera casi mágica, pero sobre todo realista. Mi papá empezó a morir un mes antes en su soledad, en aquella casa que se derrumbó, junto con el pueblo entero, en aquel terremoto de febrero del 2001. Y eso que la realidad se escribe sola.
Unos años después me pidieron en el colegio leer “Cien años de soledad”, al principio dije “ya la leí”, pero las exigencias tan puntuales del control de lectura me hicieron volverla a leer, y fue otra experiencia con el mismo libro. Ya tenía otras herramientas para interpretarlo, y ya había leído otras novelas también, unas porque después de mi primer novela quedé con ganas de otras por iniciativa propia, y las demás por exigencias académicas. El año pasado estuve en Cartagena de Indias, en un taller de Crónicas periodísticas auspiciado por la fundación del Gabriel García Márquez, justo en medio de las celebraciones de sus 80 años, los 40 de “Cien años de soledad” y los 25 de haber recibido su Nóbel. Hubo todo tipo eventos, conferencias, homenajes y una edición conmemorativa de la Real Academia de la Lengua que me compré para releer el clásico y ver si terminaba de entenderlo ya con todo lo que había escuchado.
Entre la primera y la última vez que leí “Cien años de soledad” he leído cientos (ojala fueran miles) de novelas, cuentos, poemas, ensayos, textos periodísticos y académicos. No sé bien si ese momento en que tomé el libro del pecho de mi papá tuvo algo de mágico, lo cierto y real es que ahí empecé a ser el lector que soy, que es como decir el ser humano que soy. Y ahora escribo porque he leído, porque quizá un día logre hacer que usted lea sus propios años de soledad.

---------------
* Por sugerencia de Elena lo transcribí mejor, pero para leerlo en el blog de LPG haga clic aquí.

En otra parte (original diferido)*


“La vida está en otra parte”, de Milan Kundera, la leí durante un viaje a México, quizá en 1997 o 1998, no estoy seguro, y no tengo el libro a la mano para ver la fecha de lectura que siempre anoto en los libros que leo. Ahora mismo estoy en un avión, iniciando un corto viaje, es de noche, y hay ganas de oscuridad y silencio. Siempre que viajo me acuerdo de ese libro, no porque trate de viajes, sino porque cuando lo leí descubrí que existía el perfecto libro de viaje.

En aquellos años yo era un viajero compulsivo, iba y venía de un lugar a otro, a veces de un país a otro. Tuve la suerte de encontrar siempre algún medio para viajar, por visitas familiares, por trabajo, por estudios, por cariño de otros, y solo algunas veces viajaba con mis propios recursos. Un amigo muy cercano por aquellos días solía cuestionarme insistentemente muchos aspectos de mi vida, y en uno de aquellos emplazamientos se dedicó a cuestionar mis razones para viajar, y para mí viajar no necesitaba razones: todo el mundo quiere viajar. Él aseguraba que mi caso no era un caso genérico, que yo viajaba para huir, que él detectaba en mi entusiasmo por los viajes una atisbo de esperanza de encontrar en algún viaje algo que me urgía encontrar. De muchas maneras tenía razón este buen amigo, yo viajaba buscando demasiado: la vida, esa vida contundente y bien ponderada cuya idea no se ajustaba a la vida que yo vivía. Y fue justo antes de emprender un viaje luego de esta discusión que llegó a la librería donde yo trabajaba “La vida está en otra parte”, y el título me atrapó, y yo llevaba un par de años devorando a Kundera, como muchos de mi generación. Ya me había leído “La insoportable levedad del ser”, el momento cumbre, luego “La inmortalidad”, que no fue tan memorable, pero me di otro chance con “El libro de los amores ridículos”, que lo disfruté –¿cómo no?-, descansé con “La lentitud”, luego fue que apareció oportuno y seductor el título ya mencionado.

Este libro cuenta la historia de un poeta, solo eso. Su infancia, adolescencia y adultez temprana, sin más hechos que los que corresponden a un poeta: delirios, fundación del ego, algún grado de locura, su tragedia existencial y esas ganas de buscar la vida. No sé bien si este libro le pueda parecer tan bueno a alguien que no sea poeta, o si, en su defecto, a otros poetas les parecerá al menos interesante. Lo cierto es que a mí me dio ese vínculo con el mundo que andaba buscando.

De ese viaje no recuerdo nada más trascendental que esa lectura, y es difícil explicar por qué sin que suene pretensioso. Lo más importante fue que aprendí a aceptarme poeta, a reconocerme como tal, fue la primera de muchas aceptaciones vitales que vinieron con los años.

Es que ser poeta no era condición fácil de asumir para mí, yo quería ser científico, matemático, un hombre de datos exactos, no me gustaba la idea de escribir poemas y conmover a la gente, quería hacer cosas útiles e importantes. Pero no había podido evitar a la poesía, y es esos años que aquí evoco, pasaba por mi época más frenética de producción poética, y era, a veces, insoportable. Quienes me conocieron saben de qué hablo cuando digo insoportable.

Entonces Kundera llenó ese libro de frases que no sé que efecto me producirían en mis actuales circunstancias, pero en su momentos fueron un viaje intenso, y en cada viaje que hago repaso las sensaciones y la emoción de viajar solo para buscar, después de haber descubierto que es la búsqueda la que se disfruta, porque la vida siempre está en otra parte.


-----------------
Para leerlo en su ambiente natural haga clic aquí.

viernes, diciembre 19, 2008

En otros lares bloguerísticos

Resulta que soy bloguero invitado en el suplemento electrónico de La Prensa Gráfica sobre el concurso este de Letras Nuevas. Ahí he escrito un par de cosas pretenciosas y dizque serias, vayan ustedes a saber. Pero pues, si quiere leerme hagan clic en "leerme" anterior, y léanme como bloguero absorbido por el sistema. Como cosa curiosa, en ese blog con todo un sistema de edición y corrección aparecen mucho errores de dedo, así que me disculpo de antemano, y lo malo es que no puedo corregirlos yo mismo. Ni modo pues.

domingo, diciembre 14, 2008

Lecturas culposas (I)

Manuela Romo es autora de Psicología de la creatividad (Paidós) y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid. Al investigar sobre el trabajo de los creadores, se encontró con que se trata de una actividad que exige "un enorme esfuerzo cognitivo y mental al que hay que dedicar cientos o miles de horas. Además, cuando hablamos de auténtica creación, de producir algo nuevo, la persona experimenta fases de gran incertidumbre, no sabe hacia adónde va exactamente, no hay nada definido, y, además, está desafiando paradigmas establecidos, lo que puede ocasionar rechazo o incomprensión. Por otra parte, el hecho de trabajar en soledad puede generar estrés", explica. Visto así, se parece bastante a una especie de tortura. Sin embargo, Romo subraya que nada de esto es capaz de quebrar, por sí solo, la voluntad de un artista, un científico o un compositor. "Es su vida. Una personalidad creativa ama su trabajo, en el que a veces tiene lo que la psicología llama 'la experiencia del fluir': un estado de total inmersión en una tarea, estar absorbido y perder por completo la noción del tiempo".
Esto lo estoy leyendo en un artículo de El País que me pareció especialmente atractivo para iniciar mis lecturas del domingo por la mañana dadas algunas de las angustias que hoy adornan mi culto personal. Querer saber si uno es o solo parece a veces es bochornoso por lo que puede tener de ridícula egolatría, y yo, cuando me siento de esos modos, me declaro culpable de inmediato, antes de que alguien por ahí se me adelante. Pero bueno, sigo leyendo, a ver si vuelvo por aquí con otro acto de constricción.

miércoles, diciembre 10, 2008

Cada diez de cada mes

Durante un año entero, cada de diez de cada mes fue un día difícil. Era mi día para buscar explicaciones, para sentirme estafado, para maldecir con el recuerdo, para sentirme perdidamente enamorado, para invadirme con ternura, para sentirme poca cosa, para sentirme mucha cosa, para quejarme de la perversión humana, para buscar sentidos, para perderlos, para encontrar más mentiras, para rescatar las pocas verdades, para arrepentirme, para llorar el tiempo perdido, para saborear los besos proscritos, para sentirme indefenso, para reconocerme violento, para dolerme violentado, para sentir vergüenza, para sentirme humano, tirano, un fulano cualquiera. Un año entero, cada diez de cada mes buscaba una razón, buscaba salvación y condenas. Pero no soy dios ni demonio, solo un hombre más que se pone triste y escribe por cada diez de cada mes de todo un año. Hoy supe que un año puede ser suficiente. Quizá nunca sepa si valió la pena, pero confío en ese verso de Bumbury que oigo obsesivamente en estos días: "El tiempo solo te sana lo que no importa ya".

Las siete menos cuarto

Esta tarde tiene de tarde lo que quizá tuvo aquella tarde en la que Roque Dalton escribió: "Nunca ha sido tan tarde a las siete menos cuarto como hoy. Siento deseos de reír o de matarme". Es una tarde lúdica y suicida, fresca eso sí -es diciembre-, oscura -es el trópico-, y solitaria -soy yo, supongo. Veo más de lo que quiero ver, y he pensado demasiado hoy. Crear a veces es un fastido, no se termina nunca la creación, aunque llegue el domingo y se descanse, siempre está el lunes a la vuelta, y este martes llegó sin dar tregua. Crear por un salario es gratificante, pero a veces le temo al desgaste creativo, no sé, cosas que hoy me ha dado por pensar. Por eso las escribo, para que salgan a la tarde y se diluyan, como me diluyo yo recordando poemas de tardes y suicidios, a la hora exacta de la decisión: he reído.

jueves, diciembre 04, 2008

Infidencias sobre Miguel


Me dijo Miguel, entre otras cosas, que yo me olvido del sentido de un blog, que según él es para escribir cualquier cosa sin la presión de escribir algo bueno. Esto a raíz de mis prolongadas ausencias de últimamente. Quizá Miguel tenga razón, aunque recientemente también me acusó (con un deje compresivo y tierno) de inseguro con motivo de mis comentarios faltos de sutileza en nuestra cotidiana amistad. Miguel siempre pone cara de duda conmigo, y a veces creo que de verdad duda de mí, y yo no estoy muy acostumbrado a la duda ajena aplicada a mí, y confieso que me afecta, pero lo tomo también con entusiasmo filosófico: las ideas solo crecen cuando se les aplica la duda. Yo no soy una idea ¿o sí?, pero las dudas me ponen a repensarme, y no siempre hay resultados complacientes, pero a a veces (solo a veces) creo que salgo más crecidito ¿será?
Ahora mismo me pongo a calcular qué dirá y qué pensará Miguel sobre este post, quizá le cause gracias, quizá se sienta atacado por mi inseguridad (y así le cause ternura), quizá lo enoje, quizá lo amargue, quizá lo endulce, quizá yo nunca sepa qué dirá ni qué pensará Miguel sobre este post, por eso calculo. Lo cierto es que, a fin de cuentas, un blog permite esto, decir cualquier cosa a un presunto inseguro como yo: gracias Miguel (y perdón por el abuso).

________________________________________

infidencia.

(De in-2 y el lat. fidentĭa, confianza).

1. f. Violación de la confianza y fe debida a alguien.

Real Academia Española © Todos los derechos reservados



Copyright

© ® Todos los derechos reservados. Todos los textos, contextos, y pretextos, a menos que se indique lo contrario, son de la autoría del bloguero en cuestión. Su uso está condicionado a citar la fuente y este blog.