miércoles, marzo 29, 2006

Sirve

Mi tía Pilar, una tía mía, muy tía, muy de palabras y de cuentos y ciencia para niños y que, además, era dueña de una grabadora muy suspicaz. Mi tía Pilar era una de mis tías favoritas porque hablaba conmigo, no jugaba, hablaba y eso era la maravilla. En muchas de esas habladas éramos tres en una mesa redonda, de madera, fuerte, esa misma mesa que salvó la vida a mi tía cuando un terremoto sacudió la vieja casa de las habladas mientras ella desayunaba, entonces ella se hizo así, y se deslizó de su silla y se puso de bajo de la mesa redonda, de madera, fuerte, y la pared de adobe y la vigas y las tejas no alcanzaron a mi tía, y ella está viva ahora, aunque le dolió la espalda todo ese día y también le dolió la casa y las muertes y los años y las historias. Pero en muchas de aquellas habladas sin terremotos a la vista éramos tres en aquella mesa redonda y salvadora, éramos mi tía, yo y una grabadora. Ella grababa nuestras habladas y después las oíamos juntos, y luego hablábamos otra vez de lo que oíamos. Pero yo me fui del pueblo y ella se quedó y la grabadora con ella. Unas cintas quedaron ahí, no sabemos donde, pero mi tía las recuerda como que se las hubiera comido y las palabras hubieran pasado por el intestino delgado y sus paredes hubieran absorbido los nutrientes, tal como me lo explicaba mi tía cuando dibujábamos sistemas digestivos en la mesa redonda de madera fuerte y salvadora. Sí, mi tía las recuerda y, a veces, me dice cosas que dijimos, que dije y que ella dijo. Muchas de las cosas que hablábamos salían entre preguntas didácticas y respuestas caprichosas. Ella me dijo hace cinco días que yo ya era poeta cuando teníamos aquellas habladas cuando yo era un niño y aquel pueblo no era escombros. Cuando me lo dijo yo le dije que todavía quiero serlo, ser poeta. Pero ella me dijo que lo supo siempre, y me dijo que todo está grabado, como esa vez en que ella me preguntó, mientras dibujábamos el sistema circulatorio del cuerpo humano sobre la mesa redonda de madera fuerte y salvadora, "¿Para qué sirve el corazón?", dice que me dijo, y dice que le dije: "Para cuando alguien está lejos". Dice ella que ese fue un poema que la hizo llorara quedito y en el baño para que no la viera nadie. Yo no sé si creerlo, porque ella me quiere y me quiere poeta. Sin embargo, ahora que vos estás lejos, que mi tía sonríe muy segura de su precoz descubrimiento, me sirve, como una verdad incuestionable, que yo haya dicho eso que mí tía dice que dije. Sirve de verdad.

martes, marzo 14, 2006

Gardenias

https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEi0S-DspoVK8dMtP2ewLNfVUDpZ0J82ndUCxW1aK59CuWgjicluM7lh20oXUfsSTyRgwXzgjZkf9WRhF13yBUvxCPVwNSgckqHfCLvA3t4__jUFHJoqP00ouNLS3WfSI_Qe4KPL/s1600/flor+marian.jpg
Punto. Temible cuando se trata del final. Y si es de la vida, quizá, sólo quizá, es peor. Pero, justo antes de ese están otros signos que me dan más miedo. Es que la vejez está llena de signos. Yo no quiero ser viejo. El pudor y la corrección política me hacen muecas: eso no se dice. Quizá ofenda a alguien, pero siempre he sabido que, en este caso particular, el peor ofendido es mi propio personaje de (pseudo)intelectual –tan formado y decorado él–. Pero teme ser el intelecto de un cuerpo viejo que funciona cada vez menos y que se ve cada vez peor. La vejez ha obsesionado mis pesadillas más frívolas. Qué le voy a hacer. Tal vez la sinceridad sea un buen sucedáneo de la culpa para lograr redención. No voy a describir mis temores ni los signos que los despiertan. La verdad, lo que quiero es hablar de Ibrahim Ferrer, un viejo que se murió hace algunas horas y que tenía la voz de la vejez. Una voz que me intrincaba en una de mis infinitas contradicciones: fascinación es la palabra clave. Él y los otros viejos que el juego frívolo de la fama los trajo a mí –pobre snob que a veces soy– en un disco revelador, Buena Vista Social Club. El son y el bolero cubano que abrió el siglo XX lo cerró. Cuando escuché esas canciones por primera vez y supe que ya las había escuchado en otra voz, así de fascinante, la de Margarita Quintanilla, mi "Tía Margo" para los allegados. Era mi tía, que también murió con más años de los que quiero para mí. Con ella vi el video (en VHS) de Buena Vista Social Club, y la vi ponerse sus gruesos lentes, ponerse la mano en la quijada e inclinarse para poner su prieto codo sobre su rodilla, mientras con la otra mano moldeaba instintivamente los carrizos de su pelo negro y apenas cano. De pronto cantaba con una voz intensa y temblorosa, y silvaba con un trémolo inimitable. Por ella fue supe del bolero, del son, del tango y del amargo encanto de la música que me hace recordar que no he vivido nada. Mi tía murió un día muy triste. Yo no quise ir al velorio. Ya nos habíamos despedido siete días antes, en su cama, ella de blanco y yo de azul. Me heredó su voz y sus cuentos. Por la loca manía de mi memoria, Ibrahim Ferrer fue desde entonces una voz vieja que me hacía sentir la vida como era, por tanto, con miedo. Lo escuchaba a veces para reconstruir mis horas con mi tía Margo, esas que tanto me dieron para escribir, para contar y para saber de la vejez sin vivirla. Si quieren fechas, obituarios, lugares y anécdotas sobre el sonero cubano, seguro los encuentra mejor en otro texto. Aquí solo hay dos voces muertas, dos miedos, dos lutos y dos gardenias. Ah, y un punto. 
[Publicado originalmente en www.elfaro.net el 08/08/2005]

viernes, marzo 10, 2006

El inútil de la familia


No fui útil nunca. Nunca traje ni produje provecho, comodidad, fruto o interés. Estudié porque me supe inteligente y me gustaba hacerlo notar. Aprender era fácil y superar lo aprendido me fue natural. Pero las cosas útiles terminaban aburriéndome. Todo perdía su encanto cuando dejaba de ser puro gusto y se convertía en necesario. No me gustan las cosas necesarias, las personas necesarias, las palabras necesarias, los horarios necesarios. Amé a mis maestros más inútiles, los más enamorados de lo menos productivo. Me enfrenté siempre a los que aspiraban memoria y agradecimiento. Solo respeté a los que sabían más de lo que yo llegaría a saber. Fui un mal alumno de obligaciones. No supe ocultar mi desprecio cuando lo mejor era sonreír y prestar el espejo. Mal lo han llevado mis jefes y mis amantes: no hay nada más insoportable que un inútil que se niega a ser imprescindible. Mis amigos tuvieron mejor suerte. Siempre hace falta un inútil que ocupe tiempo muerto, que piense en lo que ellos no piensan y que dedique inútil tiempo a observarlos bien para saberlos y calcularlos en sus acciones, pensamientos y omisiones. Así me hice sabio en amigos, sabio en personas, en los otros, por eso escribo textos inútiles que en sí mismos no sirven para nada. Sin embargo, sé que existe la utilidad involuntaria de la palabra escrita. Siempre hay alguien que lee y llora, que lee y sonríe, que lee y se enoja, que lee y se suicida, que lee y se excita, que lee y se sonroja, que lee y compra, que lee y vende. La utilidad acecha, de eso no tengo dudas, y negarlo es inútil, por eso gozo negándola. Trabajo, claro, porque mi inutilidad tiene que sobrevivir, y uso la palabra, y digo que mi trabajo es bueno, que mi trabajo es importante, que quiero mi trabajo, así finjo inútilmente que soy útil. Qué inutilidad suprema, innecesaria y soberbia. Entonces quise ser el creador inútil que emborrona papel y levanta vidas, y paisajes, y ciudades, y emociones, todo tan inútil como un libro cerrado. "¿Qué decís? ¿Que es inútil?", decía Cyrano, "Ya lo daba por hecho. / Pero nadie se bate para sacar provecho. / No, lo noble, lo hermoso es batirse por nada". Soy, pues, el inútil de la familia. Y no me ha sido fácil. Nada fácil.

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